Contenido protegido.

lunes, 23 de marzo de 2009

La ciudad y sus licorerías

La noche estaba resultando la mar de rosa. Negra como todas, claro, pero rosa como pocas. Rosa amor. El rojo había de llegar con el amanecer. Nos habían echado del garito con modales exquisitos y una amable sonrisa. “Chicos, de verdad, estamos cerrando”, nos dijeron hasta tres camareros diferentes, enternecidos probablemente por nuestro arrullo, nuestro beso constante, nuestro arrumaco sin complejos. Salimos de la esquinita, abrimos los ojos al mundo y vimos que, efectivamente, el garito había cerrado: habían apagado la música, habían encendido las luces, habían empezado a barrer y a hacer caja. Habían colocado las banquetas del revés encima del mostrador y, sus patas negras mirando hacia arriba, parecían las dobles filas de dientes de un tiburón yonqui, que también nos sonreía. Les dimos las gracias, al escualo y a los humanos, pagamos lo que no habíamos consumido y salimos por nuestro pie.

Aún podíamos aprovechar las pocas horas que le quedaban a la noche urbana y rosa, antes de que el vespertino trinar de los autobuses jornaleros nos mandara a casa a culminar el noviazgo. Sabíamos que no encontraríamos algo abierto para una última ronda de besos, no a esas horas ni en esa zona de la ciudad, así que fuimos directos a la gasolinera con tienda anexa, saltando a la comba con nuestras sombras, amándonos tanto bajo unas farolas que emitían la luz misma de un musical romántico, notas luminosas de final feliz.

Se trataba de eso. De capturar ese momento, repetir ese segmento de tiempo hasta el infinito. Sentirse acoplado, querido, comprendido, deseado, amado, respetado y con las mismas acoplar, comprender, desear, amar, respetar. Sentirse vivo. Sentirse fuego, llama y brasa. Sentirse agua, fuente y rocío. Sentir la armonía del universo al ritmo de nuestros pasos al unísono. Se trataba de eso. De la magia eterna, del truco infalible, de la magia sin truco. De la magia blanca y el polvo de hada, que es el que hace volar. Se trataba del sí quiero, del contigo y no sin ti. Se trataba de que la muerte no se atreviese a separarnos, de que callase el aguafiestas, que callase para siempre, que permaneciese callado por que nada tendría que decir.

Con esas ganas, anhelos de presente con futuro y queso con miel, fuimos a la gasolinera, único lugar abierto que nos vendería alcohol, único remedio eficaz con el que acompañar los nuevos besos, los últimos porros y el raspao de speed. En ese momento no había ningún otro cliente: “Seis latas de cerveza por favor”, pedimos al tipo anodino que, con gesto de funcionario hastiado, acometía la recta final de su nocturna jornada. “¿Algo más?”, preguntó con metódica parsimonia desde el otro lado del grueso cristal que, para no ser atracado, le separaba del mundo. Un “algo más” que sonó con una solemnidad robótica a través de los pequeños altavoces que le comunicaban con el exterior. Un “algo más” que sonó a la invitación definitiva al infinito pleno y dichoso.

Probablemente fue su sobria eficiencia con aires de magistrado y su voz, que ofrecía la seguridad del metal. Ello unido a su lustroso, fiable altar, acristalado y blindado, transparente e impenetrable como el corazón de un héroe. El caso es que nos armamos del valor necesario y se lo pedimos: “¿Podría usted casarnos, por favor?”

“¿Cómo?”, exclamó repasándonos con la mirada de arriba a abajo, viéndonos, después de todo, pues hasta entonces no parecía haber reparado realmente en nosotros. “¿Casaros?”, preguntó con cierta extrañeza, como si no hubiese entendido, o como si a la vez que preguntaba estuviese haciendo un repaso mental del inventario de la tienda para encontrar respuesta a esta nueva petición.

No tuvo sin embargo que volver a repetir la pregunta. Primera ella y después yo, pegaditos los sí quieros como dos gemelos al nacer, exclamamos jubilosos: “Sí quiero”. “Sí quiero”. Y como el hombre guardó el silencio del que otorga, nos besamos sin esperar su permiso, nerviosos y eternos, nupciales a saco.

Un coche entró en la gasolinera mientras nos besábamos y aún duró más el beso de lo que el conductor tardó en llenar el deposito. Paciente y ordenado, esperaba en la cola el nuevo cliente a que acabásemos el beso de recién casados para poder pagar la consumición de su coche. Separadas las lenguas de su estado natural, pagamos con las arras las seis latas de cerveza y pedimos por último un paquete de arroz.

“Disculpa, ¿nos podrías echar un poco de arroz por encima? Es que nos acabamos de casar”. Y el cliente, único convidado a nuestra boda, entendió a la primera el brillo de nuestros ojos y nos echó varios puñados de arroz, emocionado y ruborizado, exclamando entre susurros: “¡Vivan los novios!¡Vivan los novios!”. Antes de irnos aún pagamos la ronda de su coche, pues al fin y al cabo era nuestro banquete.

Con el cacareo inconfundible y madrugador de la apertura de cerrojos de las primeras tiendas, nos fuimos a buscar un taxi. En concreto uno de esos que llevan atado al tubo de escape una cuerda larga con latas vacías y cubiertos de metal, de los que avisan al resto de la ciudad: ahí van dos recién casados.

Kike Babas.

3 comentarios:

  1. Ay... como estamos últimamente... :D

    Me encanta este texto, you know.

    :*

    ResponderEliminar
  2. He tenido que googlearlo, no conocia al tal Kike, pero mi intucion me dice que no sera lo ultimo suyo que descubra. Genial texto :)

    No se puede ver el enlace que me pasaste años ha :(

    I'm sorry I'm late kisses ***

    ResponderEliminar
  3. "El día de hoy no se volverá a repetir. Vive intensamente cada instante. Lo que no significa alocadamente, sino mimando cada situación, escuchando a cada compañero, intentando realizar cada sueño positivo, buscando el éxito del otro, examinándote de la asignatura fundamental. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida."

    Una buena pelicula y muchas verdades.
    Espero que hayas tenido dulces sueños... ;)

    ResponderEliminar